Hace 213 años en las costas de San Nicolás tuvo lugar un combate naval, que supuso el bautismo de fuego de la Armada. En evidentes condiciones de inferioridad, aquel enfrentamiento fue una derrota contundente y su comandante, Juan Bautista Azopardo, fue llevado a España y confinado en Cádiz y Ceuta.

De regreso a Buenos Aires, se unió a la flota del almirante Guillermo Brown, otra vez con malos

Difícil trabajo había conseguido el maltés Azopardo. A los 39 años lo habían designado comandante de la incipiente escuadra nacional, y con muy poco debía enfrentar a la flota española, que se había hecho fuerte en Montevideo, y se había lanzado a la caza de esos rebeldes que habían hecho una revolución en Buenos Aires.

La primera escuadra nacional con la que contó el país nació para apoyar a la expedición militar de Manuel Belgrano al Paraguay. Debía actuar de auxilio a las fuerzas terrestres y estar preparada en caso de una retirada de las fuerzas patriotas.

Después del 25 de mayo de 1810 el Apostadero de Montevideo se había transformado en un poderoso reducto naval español. De allí salían expediciones que asolaban los pueblos costeros del Paraná, y era la que impedía que Belgrano pudiese recibir refuerzos.

Le encargaron al salteño Francisco de Gurruchaga, veterano de Trafalgar y con conocimientos de náutica, que hiciera magia y lograse lo imposible: encontrar buques y, lo más problemático, hombres que supieran navegar y luchar en las aguas.

Gurruchaga logró convencer a particulares para que aportasen el capital para la adquisición de barcos, a los que se equipó con los cañones que habían sido desafectados por su escasa utilidad.

Imposible hallar marineros criollos. Se debió reclutar a ingleses, italianos, franceses y de otras tantas nacionalidades, que estaban en el Río de la Plata en busca de aventuras y de nuevos horizontes. Las dotaciones se completaron con doscientos soldados de regimientos de línea que, de buenas a primeras, dejaron tierra firme para hacer equilibrio en cubierta.

Miguel de Azcuénaga y Domingo Matheu, miembros de la Primera Junta, le dieron al teniente coronel Juan Baustista Azopardo el grado de comandante y lo pusieron al mando de la primera flota de guerra. Había nacido en el pueblo de Senglea, en Malta, en 1772 y como marino había llegado a Montevideo en 1806, participando en las invasiones inglesas.

Esa primera flota estaba compuesta de solo tres barcos: la goleta “Invencible” de 12 cañones y 66 hombres, comandada por Azopardo, el bergantín “25 de Mayo”, de 18 cañones y 108 hombres, al mando de Hipólito Bouchard, y la balandra “Americana”, de 3 cañones y 26 hombres, con el francés Angel Hubac, un artillero que había peleado con Santiago de Liniers, a la cabeza.

Fueron asistidos por Estanislao Courrande, con un pasado de corsario, quien se sumó a la incipiente armada como un experimentado armador.

El 12 de enero de 1811 se creó la “Mesa de Cuenta y Razón de Marina”, dedicada a la administración naval. A su frente estaba el coronel de marina Benito de Goyena. La orden dada a Azopardo era ir a Corrientes y cortar la comunicación entre Montevideo y Paraguay.

El 10 de febrero la flota se lanzó al río. En la isla Martín García debía abrir sus instrucciones. Luego remontó el Paraná. Después de hacer puerto en Santa Fe, la orden era continuar la navegación a Corrientes. Debía apresar todo buque enemigo con que se cruzase, y buscar especialmente uno que había partido de Montevideo lleno de armas y municiones.

Había un dato que no era menor: las dos armadas enarbolaban la enseña española en su palo mayor. A Azopardo se le ordenó adosar la bandera inglesa en el trinquete.

Azopardo fondeó frente a San Nicolás cuando supo que naves españolas los perseguían. Como no había vientos favorables para partir resolvió dar pelea no solo en agua sino también en tierra. Para ello ordenó instalar una batería en tierra, con 36 milicianos al mando del capitán Gregorio Cardozo.

A la noche, los españoles anclaron en la punta de El Tonelero, a una distancia de dos leguas y media. Eran los bergantines “Belén” de 14 cañones y “Cisne” de 12 cañones, y los faluchos “Fama” y “San Martín” de un cañón cada uno, que estaban al mando del capitán de navío Jacinto de Romarate, un experimentado marino vasco, que se había destacado en el asalto al puerto de Toulón en 1793.

El 28 de febrero el jefe español se dispuso al ataque, pero los fuertes vientos en contra se lo impidieron. Mandó al alférez de navío José Aldana como parlamentario. Llevaba el mensaje del virrey D’Elío quien había declarado traidores a todos aquellos que habían apoyado la Revolución de Mayo. Romarate le daba dos horas para deponer su actitud. Azopardo se negó a recibirlo.

El combate empezó a las 9 de la mañana del 2 de marzo. El primer cañonazo lo disparó Hubac, en la “América”.

En las primeras maniobras dos bergantines realistas quedaron varados sobre el banco de una isla, desde donde soportaron el cañoneo de los buques patriotas y de la batería terrestre.

Azopardo vio que era la oportunidad de terminar con esos barcos atrapados. Sin embargo, no había viento favorable que, sumado a la indecisión de algunos de sus oficiales, hicieron que Azopardo desistiese.

Esas dudas sirvieron para que los españoles ganasen tiempo y escaparan de su encierro. Regresaron por la tarde para continuar la lucha. Concentraron el fuego en la “Invencible” y cuando se disponían a abordar al “25 de Mayo”, con Romarate a la cabeza, su tripulación se arrojó al agua, pese a los esfuerzos de Bouchard de retener a hombres que hablaban distintos idiomas. Fueron a refugiarse a la isla cercana de San Pedro.

La “Americana” tenía un boquete en su proa y su tripulación la había abandonado. Solo resistía la Invencible contra todos los buques realistas, aún después de ser abordada.

Al verse derrotado, Azopardo, que peleaba junto a ocho hombres, intentó volar la santabárbara, disparándole con un fusil, pero sin resultado. Bajó a la bodega armado con dos pistolas y quiso violentar los candados donde se guardaba la pólvora a disparo limpio, pero sin suerte. Recordó que en la despensa se guardaban dos cajones con cartuchos. Unos lo alentaban a que volase el barco y los heridos le imploraban que no lo hiciera.

Los españoles, en la cubierta del barco, mandaron al granadero Turner como emisario. Le ofrecían la rendición a cambio de su vida. El aceptó entregando su espada.

En su barco había tenido 41 muertos y el resto estaban heridos. Los españoles tuvieron 12 muertos y 16 heridos.

Azopardo y 62 hombres, entre oficiales y tripulantes, fueron hechos prisioneros y llevados como tales a Montevideo, junto con los buques. Azopardo fue juzgado por alta traición y enviado a Cádiz, donde lo encerraron en el castillo de San Sebastián, que había sido convertido en prisión militar en 1769. Allí compartió el cautiverio con prisioneros franceses. Estuvo cerca de cinco años.

El gobierno patriota lo juzgó en ausencia: el 20 de mayo le reconoció su valentía, pero sentenció que demostró impericia y permitió la indisciplina de su tripulación. Fue inhabilitado a perpetuidad para el mando: de allí en más sólo podría servir como subordinado.

Durante su encierro conoció a María Sandalia Pérez Rico, dos años menor, que con su familia iba al presidio a visitar a un amigo. Se enamoraron, se casaron y en 1814 tuvieron un hijo, Luis Antonio María.

Como los españoles temían que se fugase, fue recluido en Ceuta, en condiciones aún peores en la que estaba. Allí compartió celda con Juan Bautista Tupac Amaru, hermano del líder inca.

Por el crimen de haber adherido a la Revolución de Mayo, fue enjuiciado y condenado a muerte. En tres oportunidades su sentencia fue postergada. En 1820 el movimiento liberal constitucionalista español encabezado por el general Rafael de Riego liberó a todos los independentistas. Azopardo regresó a Buenos Aires, y volvió a la marina.

En Buenos Aires vivió en una casa en Corrientes y Libertad y su esposa e hijo se le unieron tiempo después. Entre 1821 y 1826 estuvo al frente de la Capitanía del Puerto de Buenos Aires y, si bien a comienzos de 1827 se retiró del servicio, se enroló para pelear en la guerra contra el Brasil. Le dieron el mando del bergantín General Belgrano y era uno de los oficiales del almirante Guillermo Brown.

En el primer combate en el que participó no interpretó adecuadamente las señales, y Brown exigió que él, junto a otros oficiales, fueran separados. Juzgados, las actuaciones quedaron en la nada.

Ya no tenía fuerzas para regresar al servicio. Olvidado por todos y apenas sobreviviendo, falleció el 23 de octubre de 1848.

Una espectacular columna, levantada cerca de la costa en San Nicolás, guarda los restos del protagonista del bautismo de fuego de la Armada Argentina.

Por Adrián Pignatelli

Publicado en www.infobae.com