República Argentina: 7:09:59pm

Por  Carlos Manfroni publicado por www.lanacion.com.ar

¿Qué respondería hoy la porción minoritaria del clero que puede hacer oír su voz en los medios de comunicación de América Latina si le preguntaran si debe pagarse el impuesto al César? ¿Contestaría, como lo hizo Jesús, “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”?

Apresurémonos a aclararlo. Quien esto escribe es un católico practicante, conservador y temeroso de Dios.

¿Fue la respuesta de Jesús una frase para salir del paso? Si pensamos eso o actuamos como si lo creyéramos, la conclusión es que los cristianos hemos perdido la fe. No hay una sola palabra en el Evangelio que haya sido pronunciada en vano. Entonces, aquella respuesta debe querer decirnos algo trascendente; algo que vale para todos los tiempos, aunque ya no estemos bajo el dominio del emperador romano.

Hacia fines de los 70, comienzos de los 80, monseñor Vicente Zazpe, un obispo inconfundiblemente encuadrado del lado de los progresistas y que confrontó abiertamente con el gobierno militar, publicó un libro titulado Cristo: ¿revolucionario o conservador? La obra tuvo muy poca trascendencia, como hasta hace poco tenía poca trascendencia todo lo que no estuviera encuadrado en los moldes de la izquierda, pero su pedagogía era valiosa. En ella, el exobispo de Santa Fe, fallecido en 1984, hacía un repaso de aquellas partes del Evangelio que ligeramente podrían interpretarse o burdamente se han interpretado en uno u otro sentido. Su conclusión –condensada aquí al extremo– era que el Evangelio no debía leerse en tono político, porque el cristianismo convoca a un cambio de la vida interior hacia la fe, la esperanza y la caridad; en menos palabras, a la imitación de Cristo. Así fue siempre, cuando el texto sagrado no era cosificado por la política.

No existe una sola expresión política en el Evangelio, nada que se refiera a la orientación de los gobiernos, a las estructuras del Estado o, mucho menos imaginable, a medidas específicas. Incluso las advertencias más agudas y más temidas en relación con nuestra actitud hacia los pobres, las que aluden al fin de la historia y a la separación de los elegidos de los réprobos, están dirigidas a la persona, no a los gobiernos.

“Vengan, benditos de mi Padre… porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber…”.

“Luego dirá a los de su izquierda: ‘Aléjense de mí, malditos… porque tuve hambre y no me dieron de comer; tuve sed y no me dieron de beber…’”.

Si estas palabras hubieran sido pronunciadas para los gobernantes, entonces el Evangelio habría sido destinado a muy pocos. Pero, además, ¿cuál sería el mérito de distribuir lo que pertenece a otros?

Todo sería muy fácil: se trataría nada más que de reclamar a los gobiernos y eludir así la responsabilidad personal. Eso fue lo que hizo la Teología de la Liberación en los 70, y esa es la impronta que ella dejó en una parte del clero y en una enorme porción de la feligresía católica.

De ese modo, mi obligación ya no es la caridad, sino la militancia. Así es como tantos países de América se cubrieron de sangre en aquella década. Porque matar y morir era más fácil que dar y porque si en la Argentina hubo agrupaciones trotskistas, como el Ejército Revolucionario del Pueblo, hubo miles de jóvenes que ingresaron en Montoneros desde las parroquias y colegios católicos. Entonces ya no es Jesús el modelo a seguir, sino una doctrina que dice parecerse al Evangelio, pero que en realidad lo dio vuelta como una media.

En el derecho existe una figura que se llama “expropiación inversa”. Con ese término se conoce a la demanda que hace un particular para que el Estado le expropie su dominio y le pague por él.

Hemos demandado al Estado que nos expropie la virtud; que sea el gobierno el virtuoso y nos permita continuar con nuestra mezquindad y nuestros vicios; que nos deje así lavar nuestra conciencia.

El socialismo acrecienta nuestro egoísmo en relación con los demás, porque nos genera la ilusión de que alguien que está en la cima de la pirámide política se preocupa de ellos por nosotros. En el socialismo, el buen samaritano desaparece; solo queda el militante, por un lado, y una enorme muchedumbre de indiferentes, por otro. Y cuando la militancia llega al clero, podemos alcanzar el extremo de ver a sacerdotes trepados a las paredes, exaltados, fanatizados para llegar a una persona que no es Jesús.

“Corruptio optimi pessima”, decían los antiguos: “La corrupción de lo mejor es lo peor”.