República Argentina: 5:51:02am

Para La Nación por Julio María Sanguinetti * publicado por www.lanacion.com.ar

Tony Judt, en su fenomenal historia de la posguerra, narra cómo a los occidentales les costaba entender, en 1945, los planteos territoriales de Stalin sobre sus Estados vecinos del Oeste, que no eran otra cosa que los intereses rusos de siempre.

Para el astuto georgiano, recuperar lo perdido en el Tratado de Brest-Litovsk de 1918 “ponía fin a su condición de paria”. “El territorio no solo representaba prestigio sino además y, por encima de todo, seguridad”. Señalaba Stalin que los países limítrofes de Rusia en el Oeste, de no ser absorbidos “completamente”, “deberían ser controlados por regímenes aliados libres de fascistas y elementos reaccionarios” (el mismo discurso que oímos hoy).

Sigue luego Judt narrando cómo esa actitud era la continuidad histórica de la política de Pedro el Grande, cuya estrategia era dominar a través de la “protección” a sus vecinos; de Catalina la Grande, expandiendo Rusia hacia el sur y el sudoeste y sobre todo de Alejandro I, cuando –al igual que en 1945– las potencias vencedoras (en este caso de Napoleón) se habían reunido en el Congreso de Viena en 1815 y fue claro: “Los intereses de las naciones más pequeñas debían subordinarse a los de las grandes potencias. Dado que los intereses británicos se situaban en el exterior y ninguna otra potencia continental podía igualar a Rusia, el zar actuaría a modo de árbitro. Las protestas locales se tratarían como una amenaza para dicho acuerdo general y se reprimirían con toda la energía necesaria. La seguridad rusa se definiría en función del territorio bajo control zarista”.

El domingo 13 de julio, Putin, en una entrevista periodística, fue rotundamente explícito al afirmar que las diferencias de Rusia con Occidente tenían un trasfondo esencialmente geopolítico desde siempre. “Muchos consideran –explicó– y yo también creía, aunque parezca extraño, que las principales contradicciones eran de carácter ideológico”. No era así, a su juicio y por eso la disolución de la Unión Soviética no trajo un acercamiento real entre Moscú y las potencias occidentales: “Tras la desintegración de la Unión Soviética, la actitud de desprecio hacia los intereses estatales y estratégicos de Rusia se mantuvo”, lo que revela un “deseo evidente de lograr determinadas ventajas geopolíticas”.

Como se advierte, a la caída de Napoleón, a la caída de Hitler y a la desintegración de la Unión Soviética, le ha sucedido invariablemente una ofensiva rusa tratando de recuperar la influencia territorial perdida. A las declaraciones de Putin le siguieron otras de Aleksandr Duguin, un extraño filósofo de profunda raíz nacionalista, que ha sido el gran predicador de la invasión a Crimea y de la expansión hacia Ucrania, como afirmación de una civilización rusa, de perfil propio, radicalmente distinta a la occidental.

A su juicio, el marxismo había relegado la ciencia geopolítica, que Putin ha reincorporado a su visión estratégica, luego de advertir lo que habría sido el error de Gorbachov y Yeltsin de sentirse ligados a la cultura occidental y no advertir la pérdida de influencia de Rusia: “Desde un punto de vista geopolítico sufrimos una verdadera derrota; al fin y al cabo, quien cede una zona de influencia pierde. Aceptamos su ideología, dejamos de ser marxistas, socialistas, no tenemos un plan propio. ¿Por qué nos tratan así? Bajo la apariencia ideológica, emergieron otros principios. Creo que nuestra élite aún ignora esto en gran medida. Putin ha estado hablando de geopolítica desde los primeros días de su presidencia, pero la profundidad de la catastrófica situación a la que nos condujo la traición de Gorbachov, Yeltsin y las élites de los años 90 solo ahora se está revelando. La guerra en Ucrania es una guerra geopolítica. Como dijo nuestro presidente, nuestra soberanía está en juego”.

Estas afirmaciones de Duguin son sobrecogedoras, pero definen el problema que tenemos delante. Allá por enero escribimos en La Nación que parecía más confuso resolver el tema de Ucrania que el de Gaza, habida cuenta de la favorable voluntad de la casi unanimidad de los países árabes en buscar un clima de convivencia con Israel. En la invasión rusa se advertía una resurrección del viejo nacionalismo, pero ni de cerca imaginábamos la profundidad del tema, la raíz profunda de una visión imperial como la que ahora se advierte.

Duguin afirma que la cercanía de Trump con Putin era lógica porque venía con una actitud contraria a la globalización y al “atlantismo”, expresando una voluntad de pacificación. Eso se correspondía con la fractura occidental al separarse de la visión europea, tanto en el comercio como en los temas militares. Llegó hasta retacear el apoyo a Ucrania. Según Duguin, ahora él ha dado un giro que frustra las aspiraciones de quienes creyeron en él y que sobre estas bases no habrá paz, porque Rusia necesita la victoria. Sorprendentemente, el filósofo ruso ahora cree que es Musk quien, con su novel partido, América, representa lo que fue Trump al principio.

Es muy notorio que nadie le explicó a Trump algo de una historia europea que desconoce. Y que su ingenua visión sobre Putin, a quien admiraba por su personalidad, no respondía a una realidad mucho más compleja. Porque el señor Putin representa los sentimientos históricos de un imperio que fue dominante, zarista o comunista pero dominante en su región; resentimientos nacionalistas recurrentes; el orgullo frustrado de que no se reconozca su gigantesco sacrificio para derrotar primero al emperador francés y luego al dictador alemán, todo lo cual le daría derecho a reconquistar la influencia territorial que perdió cuando ocurrió la catastrófica explosión de la Unión de las Repúblicas Soviéticas Socialistas.

Aquí no juegan simpatías personales.

Ni siquiera las ideas políticas o el comercio.

El tema es el poder sobre el territorio. Y solo acordará si los perjuicios de la guerra le resultan insoportables.

Parafraseando a Clinton, bien podríamos decir: “Es la geopolítica, estúpido”.

*Expresidente de Uruguay