República Argentina: 6:59:15pm

Por Adrián Pignatelli publicado por www.infobae.com

El 3 de noviembre de 1965 un avión de la Fuerza Aérea, con 68 personas a bordo, se precipitó a tierra o al mar. Nunca pudieron hallarlo y la única certeza del caso son las irregularidades en la investigación. En el medio hubo de todo: pistas falsas, versiones cruzadas y expediciones de los familiares, en lo que fue el peor accidente aéreo militar del país. Fue una tragedia cuyo final aún no pudo ser escrito

Hay un dolor por la pérdida del ser querido; uno peor que nace de la incertidumbre de si hubo sobrevivientes y qué fue lo que pasó con ellos, y otro igual por las negligencias e irregularidades que se conocieron con el correr del tiempo.

Estos son algunos de los sentimientos que soportan sobre sus cuerpos y sus almas los familiares de las víctimas de aquel vuelo, que terminó en el mayor de los misterios.

Solo un manojo de presunciones. Es lo único con lo que cuentan los familiares de los 68 cadetes y tripulantes del TC-48, un avión que hacía el viaje de instrucción de la promoción 31 de la Fuerza Aérea, y que aún no se sabe, a ciencia cierta, dónde cayó, qué pasó con él y con los hombres que iban a bordo. Esta es la crónica de las certezas y también de las dudas.

Para el 1 de noviembre de 1965 se había planeado la partida del décimo viaje final de instrucción de la promoción 31 de la Fuerza Aérea, que consistía en un periplo de siete mil kilómetros hasta Estados Unidos, donde estaba previsto el arribo el 7. A su regreso los 90 cadetes recibirían los despachos de alférez y comenzarían su carrera militar.

Volarían en dos aviones: el T-43 y el TC-48, que se habían incorporado a la Fuerza Aérea en 1947, el segundo adquirido usado. El comandante del T-43 era el vicecomodoro Manuel Higinio De la Torre y el del TC-48 comandante Renato Humberto Felippa. Con una moneda de veinte centavos sortearon los que irían en cada máquina.

En la fría noche del domingo 31 de octubre de 1965 los dos aviones volaron al aeropuerto mendocino de El Plumerillo. En la provincia se encontraba el presidente Arturo Illia y, como se acostumbraba, los despidió en la pista. Luego, ambos aviones regresaron a Córdoba.

Antes de iniciar el viaje el suboficial principal mecánico Basilio Rotchen alertó sobre fallas en el TC 48, que no estaba en condiciones de hacer semejante travesía, pero le respondieron que el viaje se debía hacer. El día de la partida, Rotchen se despidió llorando de su familia.

En el T-43 iban 36 cadetes, cinco oficiales y cuatro invitados especiales y en el TC-48, 54 cadetes, cinco oficiales y 9 tripulantes.

Desde que el TC 48 despegó –el T43 lo hizo tres horas después- notaron que sus motores hacían ruidos extraños, especialmente el 3 y el 4. Aun así, a la medianoche del 31, partieron hacia Chile. El T 43, gracias a la presurización con la que contaba, pudo cruzar la cordillera de los Andes sin inconvenientes. Pero el TC 48, que carecía de ella, debía volar por debajo de los 3500 metros y pasar a Chile por Malargüe, donde el cordón montañoso es más bajo. A los cadetes no los dejaron dormir mientras se realizó el cruce y eran observados por los médicos, por las consecuencias por una posible falta de oxígeno. Enseguida surgieron las guitarras y comenzaron a cantar. Estaban felices.

En la escala técnica en Antofagasta, se demoraron dos horas más de lo previsto porque los mecánicos debieron ocuparse de revisar los dos motores, ubicados en el ala derecha, y los flaps.

Guillermo Alonso Sarquiz, autor de TC-48: el viaje final de los cadetes, una completa investigación del caso, destaca que estos aviones venían con una falla de origen, relacionada a la cañería que llevaba el combustible a los motores. La fábrica recomendó reemplazar las piezas, algunas de ellas de plástico, proclives a quebrarse y provocar un incendio. Las modificaciones se habían hecho en casi todas las máquinas. El TC-48 había sido aprovechado al máximo, con vuelos a la Antártida y a República Dominicana, entre otros. En febrero de 1966 le tocaba ingresar a los talleres.

En Lima, subieron dos cadetes peruanos, uno en cada avión. El 2 de noviembre volaron a Panamá, con una escala técnica en Guayaquil. La siguiente etapa, a realizarse el miércoles 3, debía cubrir la base aérea de Howard, en Panamá y el aeropuerto de San Salvador, en El Salvador. Pero nunca llegaron.

El tiempo era malo porque era la temporada de lluvias. En ese trayecto, pasadas las seis y media de la mañana el TC-48 -en los límites de peso máximo de carga y combustible- emitió una alerta: el motor 3 se estaba incendiando y el 4 se había parado. Le notificaron al T-43, que iba unos kilómetros delante; su comandante se dio por enterado y continuó hacia su destino. No hay una explicación de por qué no regresó para acompañar a la máquina en problemas. “¿Llegar y ver el lugar en el que había caído? Ningún comandante va a ordenar volver al lugar en que otro avión está en emergencia”, declararía el pioto del T-43.

El pedido del TC-48 de un aterrizaje de emergencia fue captado por Alvaro Protti, un piloto experimentado que volaba a Miami en un avión de LACSA (Líneas Aéreas de Costa Rica). Protti les aconsejó que aterrizaran en Puerto Limón, una ciudad costera en Costa Rica, que disponía de una pista, que estaba a 45 minutos de vuelo. Luego, no hubo más contacto. Habían desaparecido 68 personas: 54 cadetes, 5 oficiales y los 9 miembros de la tripulación.

Mientras tanto, el primer avión aterrizó a las 12:19 hs en Tegucigalpa. A los cadetes les ocultaron lo que estaba ocurriendo.

El 3 por la noche avisaron a Córdoba que se había perdido contacto con el TC-48 y que presumiblemente había caído al mar. A las nueve de la noche, la Secretaría de Aeronáutica informaba de la desaparición. Estaban avisando a las familias una a una, sin darles más explicaciones. La primera reacción de muchos fue la de ir a la I Brigada Aérea, pero nadie los atendió.

Había tormenta en el Caribe, y recién fue posible desplegar el operativo de búsqueda el 4, que finalizó el 7. Esa primera investigación llevada adelante por la Fuerza Aérea duró en total unas tres semanas, en las que no se hallaron ni restos humanos, vestigios estructurales del avión ni se visualizaron manchas de aceite en el mar.

El tiempo era oro: calcularon que las probabilidades de que los heridos conservasen la vida disminuían un 80% después de las 24 horas y las probabilidades para los no heridos bajaban en el 80% en tres días.

Las autoridades argentinas les informaron a los familiares que daban por desaparecido al avión en el mar y que sus ocupantes habrían sido devorados por los tiburones. “Fue muy cruel”, se lamentan aún los familiares. Daba la sensación que las autoridades deseaban dar un cierre definitivo al caso. Pero los familiares no se quedarían de brazos cruzados.

Les dijeron que se habían recuperado del mar botes salvavidas verdes, chalecos salvavidas y algunas gorras. Pero los familiares comprobaron que los salvavidas correspondían a Prefectura, no coincidían los colores y mucho de lo rescatado tenía un fuerte olor a naftalina.

El 10 de noviembre, se recibió la carta despachada por el comandante Mario Nello Zurro desde Lima. “Una falla en el motor de nuestro avión nos demora dos horas. El otro avión también tiene sus fallas”, se lee al pie de la segunda hoja.

Era tal el estado del otro avión, el T-43, que en Panamá fue totalmente desarmado y vuelto a armar, antes de permitirle iniciar el regreso. Otra hubiera sido la historia si se hubiese aceptado el ofrecimiento de Aerolíneas Argentinas, que había puesto a disposición dos de sus máquinas para hacer el viaje.

Esa información iba en consonancia con lo que el brigadier retirado Gilberto Hidalgo Oliva denunció en una conferencia de prensa, que los aviones no estaban en condiciones técnicas para realizar semejante viaje y que si volaron fue por “una obstinada negligencia”. Que las máquinas eran anticuadas y con falta de mantenimiento.

Muchos de los familiares se negaron a recibir el pésame de las autoridades de la Fuerza Aérea Argentina, que siempre insistieron en la versión de que el avión había caído al mar. Resultaba extraño que no hubiesen hallado ningún vestigio. Sentían que no les decían la verdad.

El 22 de noviembre un grupo de familiares intentó ser recibido por el presidente Illia en la Casa Rosada, pero no tuvieron suerte. Fueron derivados al ministro de Defensa y a los jefes aeronáuticos. El 3 de diciembre la Fuerza Aérea declaró “desaparecidos con presunción de muerte” a los pasajeros y tripulantes.

Entre 1966 y 1968 los familiares decidieron viajar a Costa Rica y encarar su propia búsqueda. El primero que viajó, en solitario, a Venezuela, fue Juan Tomilchenko, papá del cadete más joven. Le seguirían Orlando Bravino, Roberto Stangalino, padres de cadetes y Rubén García, cuñado de un oficial. Dieron con lugareños que aseguraban que un avión de esas características había pasado a muy baja altura.

Cuando Rafael, un niño indígena fue internado de urgencia en el hospital local, aseguró haber visto en la selva mucha gente igual, con pelo corto. En su idioma, dio a entender que conocía la ubicación del avión, que de un rancho de hojas de banano estaba a una o dos jornadas de caminata. Dos días después falleció a causa de una peritonitis.

Los familiares enviaron cartas a todos los presidentes que se sucedieron desde que ocurrió el accidente

Hubo indígenas que le relataron a la maestra Talía Rojas que el avión estaba en una zona que ellos mismos no querían que nadie llegase. Videntes y adivinos, lugareños y aprovechadores recurrían a cualquier engaño para quitarle dinero a los familiares.

El gobierno argentino se mostró hostil a estos viajes e incluso se presionó a las autoridades del país centroamericano para que se les retuviese los pasaportes.

Antes de emprender el fatídico viaje, el cadete Oscar Vuitoz, que viajaba en el TC-48, le había dado a un compañero del otro avión una bolsita con su cédula de identidad, un par de gemelos y cien dólares. Le pidió que se la guardara porque ellos llevaban la ropa y el equipaje colgado y tenía miedo de que la perdiese. Cuando ocurrió la tragedia, este cadete le entregó la bolsa a su superior. Las autoridades argentinas anunciaron que habían encontrado en el mar la cédula de uno de los cadetes y que no la querían entregar porque decían que estaba mordida por los tiburones. Pero estaba intacta y se comprobó que nunca había estado en contacto con el agua salada. Los familiares se sintieron cruelmente engañados.

Hubo una segunda investigación a partir de lo que había declarado Alvaro Proti. Las autoridades cerraron la investigación determinando que la máquina había caído al mar frente a Costa Rica. Los familiares volvieron a mostrarse escépticos.

En una de las expediciones, los familiares dieron con un chapón grande, que podría ser del avión siniestrado. Alejandro Zurro muestra la parte que quedó, ya que el resto desapareció

Sarquiz remarcó que en 1968 Onganía relevó a la cúpula de las tres fuerzas y el nuevo comandante de la Fuerza Aérea, Jorge Martínez Zuviría no estuvo de acuerdo con lo que se había hecho hasta el momento y decidió reabrir, en el máximo de los secretos, la investigación. Entre 1968 y 1971 tres oficiales se ocuparon del caso. En 1970 viajaron a Panamá.

Uno de los documentos que salió a la luz fue un informe elaborado entonces, que determinaba que el avión habría desaparecido en territorio panameño y que los elementos que se habían encontrado en el mar bien podrían haber sido arrastrados por la corriente de los ríos que nacían en la selva y que desembocaban en el océano. En el mismo sentido, los investigadores alertaban sobre una cuestión sensible: ellos evaluaban que habría existido una posibilidad de sobrevida de los que viajaban en el avión.

El tiempo pasó. Las escasa pruebas y documentación se perdieron el 5 de diciembre de 1980 cuando se derrumbó un ala del Edificio Cóndor, donde justamente funcionaba el Departamento de Prevención de Accidentes. No se sabe por qué pero el expediente no se reconstruyó.

Los padres de los cadetes fueron falleciendo y tomaron la posta hijos y hermanos. Cecilia Viberti, hija de Esteban Viberti, segundo piloto del TC-48 hizo en 2001 el primer viaje. Haría tres y en dos recorrería la selva, en un esfuerzo muy grande. Cada búsqueda suponía un desembolso de, por lo menos, mil dólares. Además, había que plastificar mapas, armar botiquines con sueros, hasta secar carne para llevar de alimento.

Eran tres días de caminata por lugares en donde no se ve el cielo. En este tipo de expediciones, disponían de sólo dos días para efectuar la búsqueda en una selva muy tupida.

Aprovechaban los lechos de los riachos y aún así demoraban ocho horas en recorrer un kilómetro en un ambiente en el que guía, antes de ingresar, le pide permiso a la montaña, y en donde está prohibido matar a cualquier animal. Los períodos de búsqueda en la selva se resumían en la época de Semana Santa, en la que no llueve y un par de semanas en octubre.

Los familiares enviaron cartas a todos los gobiernos para que se retomase una investigación seria. Comenzaron con Illia, continuaron con Onganía, Lanusse, Alfonsín, Menem y Kirchner.

Sarquiz entrevistó a pilotos, algunos de ellos de esa época y luego de pacientes pedidos de acceso a la información pública, accedió a documentos que hasta el momento no habían salido a la luz, como un memorándum del brigadier Carlos Alberto Rey -quien en 1970 relevó a Zuviría- en el que solicitaba al ministro de Defensa autorización para enviar a Panamá una misión, al considerar la posibilidad de que hubiera sobrevivientes.

El comodoro retirado corroboró el contenido de manuscritos sin firma de uno de los investigadores que aportan detalles inéditos a la causa. También halló documentos del ministerio de Relaciones Exteriores argentino con instrucciones a la embajada en Costa Rica para que ese gobierno no prestase apoyo a los familiares que encaraban su propia búsqueda.

Solo indicios, presunciones e irregularidades. Nada más.

En 2008, 2009, 2010, 2012 y 2013 se desarrollaron los operativos Esperanza, con incursiones de especialistas de la Fuerza Aérea exclusivamente en tierra. Y en 2015 se realizó la última búsqueda oficial tanto por tierra como por mar, usándose para el agua sonares de barrido lateral.

Por su parte las búsquedas que organizó, entre otros Cecilia Viberti, terminaron en 2021, año en que murió Wilfredo Rojas, el geólogo que investigaba en el terreno desde la década del 80.

Solo restan los homenajes. Se acaban de aprobar en la Legislatura de Córdoba por unanimidad los proyectos de declaración por el 60 aniversario del hecho y otro para declarar de interés legislativo el libro de Sarquiz. Hoy a las 17 hs habrá una ceremonia en el recinto.

Por su parte, el legislador porteño Jorge Reta, brigadier retirado y uno de los que impulsó en su momento los operativos Esperanza, presentó un proyecto para recordar a las 68 víctimas, entre ellos seis cadetes eran porteños, en un hecho en que el sostiene “que aún no se ha podido llegar a la verdad”. Una verdad que sigue luchando contra el olvido de la mayor tragedia aérea militar argentina.

Fuentes: El viaje final de los cadetes, de Guillermo Alonso Sarquiz; entrevista a Alejandro Zurro; archivo Infobae