República Argentina: 4:59:12pm

Editorial publicado por www.lanacion.com.ar

A 40 años de la condena a las juntas militares, es necesario bregar por una memoria integral de los trágicos años 70

La memorable y ejemplar sentencia condenatoria a las Juntas Militares, que cumplió recientemente su 40° aniversario, ha dejado en evidencia la ilegalidad de los argumentos y procederes mediante los cuales la administración de Néstor Kirchner dispuso, a partir de 2004, la reapertura forzosa de los juicios a personal de las fuerzas armadas y de seguridad. Tal como lo confesara públicamente el entonces jefe de Gabinete, Alberto Fernández, y el exministro de la Corte Suprema de Justicia Adolfo Vázquez en su libro “Asalto a la Justicia”, el Poder Ejecutivo le pidió a cada uno de los miembros del más alto tribunal que emitieran los fallos necesarios para ordenar la pesificación de la economía, y generar la reapertura de los juicios por los hechos de los 70, pero solo contra los militares.

Concordante con esa política de Estado, comenzó la presión sobre el Poder Judicial, cuya colonización se inició con el ataque certero mediante juicios políticos a los ministros de la Corte, para obtener una nueva integración que asegurara el objetivo, y continuó contra magistrados de otras instancias, con la designación de jueces y fiscales militantes, el armado de una Secretaria de Derechos Humanos bajo la titularidad de asociados al plan, a las que se sumaron organizaciones no gubernamentales reconocidas a partir de entonces como querellantes mediante la modificación de leyes dictadas a medida de los propósitos fijados. Alejandra Gils Carbó se encargaría de nombrar más de mil nuevos empleados en la Procuración General y de promover a militantes de una nueva agrupación político-judicial, Justicia Legítima, en cargos clave. Luego pasaron a modificar la integración del Consejo de la Magistratura con el fin de controlar las designaciones, los asensos o las destituciones de los jueces.

Hasta entonces contábamos con la sentencia dictada en 1985 por la Cámara Federal en la causa 13, seguida contra los comandantes. En aquel pronunciamiento se reconoció como un hecho notorio la existencia de “una guerra revolucionaria”; se tuvo por acreditado que la guerrilla constituyó “una agresión contra la sociedad argentina y el Estado, emprendida sin derecho, y que este debía reaccionar para evitar que su crecimiento pusiera en peligro la estabilidad de las instituciones”; que “los distintos gobiernos de la Nación dictaron diversas normas tendientes a hacer más efectiva la defensa del país contra el flagelo terrorista” distinguiendo así, más allá de la ilegalidad de los métodos utilizados, quiénes lucharon en defensa de la Argentina y quiénes eran sus enemigos.

Al dictado de las leyes conocidas como de punto final y obediencia debida, y los indultos, le habían seguido numerosos fallos de la Corte Suprema y otros tribunales declarándolas constitucionales. Pero a partir del pacto sellado por Kirchner y Horacio Verbitsky y el consiguiente dictado de los nuevos fallos de la Corte con su nueva integración, se removieron los obstáculos que impedían el juzgamiento de los hechos, a costa de desconocer la irretroactividad de la ley penal, la prescripción, las amnistías y los indultos, dos facultades constitucionales concedidas al Congreso y el Ejecutivo e irrevisables, salvo corrupción, por el Poder Judicial, se desconoció la cosa juzgada inclusive de fallos de esa misma Corte Suprema, demoliéndose una a una las garantías constitucionales reconocidas desde hace más de cien años a los ciudadanos contra el poder del Estado, y devastando consecuentemente la seguridad jurídica del país.

La Academia Nacional de Derecho y los más prestigiosos juristas del país, incluidos los miembros de la Cámara que condenó a los comandantes y el fiscal Julio César Strassera, criticaron y lamentaron esos fallos que fueron acatados hasta ahora por los tribunales inferiores. Esperable cuando los que así no lo hacían eran objeto de escraches en sus domicilios y pedidos de juicio político, mientras que los que integraban tribunales que condenaban a militares y policías eran objeto de reconocimientos y beneficios.

El relato cultural y educativo al que nos sometieron estos veinte años consistió en esconder la existencia de los 21.000 atentados perpetrados por los terroristas, 5215 de ellos con explosivos colocados en lugares públicos y privados, y con el objeto de que los hechos encuadraran en la figura del delito de lesa humanidad, sostener que las operaciones contra las organizaciones terroristas se realizaron en el marco de una ofensiva generalizada sobre la población civil, cuando todos quienes vivieron aquellas épocas saben que los terroristas se infiltraban en las ciudades y simulaban desempeñar trabajos y actividades lícitas no solo para esconderse de las fuerzas legales sino principalmente de los vecinos, sin cuyas denuncias hubiera sido imposible la victoria lograda sobre ellos. Los guerrilleros que querían tomar el poder para instalar un gobierno marxista, pasaron a ser jóvenes idealistas que luchaban por la restauración de la democracia, falacia desmentida por sus propios integrantes años después, y “perseguidos por razones políticas”. Los juicios siguieron contra las más bajas jerarquías de todas las fuerzas, contra los empresarios, sindicalistas, políticos opositores y sacerdotes.

A medio siglo de los hechos, desaparecidas las pruebas que pueden demostrar su ajenidad con los hechos, su ausencia o su inocencia por otros motivos, a los imputados se los priva de la libertad con prisiones preventivas eternas hasta sus fallecimientos y sucesivos procesos sin plazo. Se enjuicia y condena a suboficiales y subtenientes mientras se mantiene la impunidad de las más altas jerarquías de las organizaciones guerrilleras reconociendo a unas víctimas y escondiendo las otras. No es posible que una persona tenga que estar esperando décadas a que a un fiscal se le ocurra citarlo por un supuesto delito ocurrido hace medio siglo. O que su juzgamiento, iniciado hace cuarenta años, sea revivido sin que la persona haya hecho nada para que el Estado tardara semejante lapso en juzgarlo. Viola otras garantías constitucionales, las de ser juzgado en un plazo razonable o que en un plazo razonable le sean determinados sus derechos. Este presente ha dañado no solo todas las garantías constitucionales sino que se ha convertido en un negocio de indemnizaciones, estructuras gigantescas, sueldos, indemnizaciones millonarias y una extraordinaria discriminación que hiere el más profundo sentido de la Justicia. Y ocupa la agenda de todos los tribunales federales que debieran ocuparse de los dramas que el narcotráfico y la corrupción generan todos los días dañándonos en el ahora y en el futuro.

Bregamos para que los magistrados y fiscales independientes del Poder Judicial y sus más altos tribunales comiencen a reconocer la improcedencia de este desgraciado entramado jurídico y reconozcan la vigencia de las garantías de quienes están todavía sufriendo procesos de neto corte político.