República Argentina: 9:07:34am

Señor director:

Dijo Carlos Pellegrini hablando del honor militar: “ese uniforme lleno de dorados y galones, sería un ridículo oropel si no fuera el símbolo de una tradición de glorias, de abnegación y de sacrificios que obligan como un sacerdocio al que lo lleva”. Todos los ejércitos del mundo rinden honores a sus muertos.

Todos aquellos que cayeron en combate, en todas partes del mundo, lo hicieron en cumplimiento de órdenes emanadas por las más altas autoridades sus estados nacionales, fueren ellas constitucionales o no, democráticas o no, simpáticas a la opinión pública o no. Ninguno hace disquisiciones sobre si esos muertos cayeron en guerras ganadas o perdidas, justas o injustas, heroicas o trágicas, de liberación o de conquista. Son muertos en cumplimiento del sagrado deber militar y como tales son recordados y homenajeados en todo el orbe.

También dijo Nicolás Avellaneda: “Los pueblos que olvidan sus tradiciones, pierden la conciencia de sus destinos, y las que se apoyan sobre tumbas gloriosas, son las que mejor preparan el porvenir.”

Las tumbas de los soldados caídos por la Patria, no sólo son gloriosas, sino que tienen algo de sagradas.

Mientras que en la Guerra de Malvinas hubo un total de 189 muertos del Ejército Argentino -16 oficiales, 49 suboficiales y 134 soldados conscriptos-, en la Guerra contra la subversión las bajas sufridas por el Ejército alcanzaron los 134 muertos: 7 generales, 65 oficiales, 27 Suboficiales y 35 soldados conscriptos. Cifras bastante equivalentes.

Algunos podrán decir que la Guerra de Malvinas duró sólo 74 días, mientras que la Guerra contra el Terrorismo abarcó un período de diez años, entre 1970 y 1980. En ese caso, que hayan sido diez años y no 74 días, no sólo no le resta importancia a la gesta sino que, por el contrario, pone de manifiesto la relevancia que tuvo esa guerra, de larga duración y difícil definición, por cuánto se libró contra un enemigo artero, que se movía entre las sombras y actuaba a traición.

La guerra enfrentó a las Fuerzas Armadas y de Seguridad, únicas autorizadas por la Constitución Nacional para el empleo de las armas, con terroristas armados, equipados, organizados celularmente e instruidos (muchos de ellos en el exterior) que buscaban obtener el poder por la fuerza para transformar a la Argentina en una dictadura del proletariado.

Los primeros 5 años de esa guerra, comprendidos entre el 29 de mayo de 1970, fecha del asesinato del teniente general Aramburu, y el 5 de febrero de 1975, en que se firmó el decreto que ordenó a las FFAA el aniquilamiento de la subversión en Tucumán, fueron un monólogo exclusivo a cargo del ERP, Montoneros y la Triple A, organizaciones terroristas que se disputaban el predominio en el monopolio de la violencia, que bañaron de sangre todo el territorio de nuestro país, y que tuvo su punto más alto durante los gobiernos democráticos y peronistas de Cámpora, Lastiri, Perón e Isabel Perón. Durante ese período, la participación de las Fuerzas Armadas en la guerra se limitó a dejarnos matar y defender a nuestros cuarteles y familias.

Tras el ataque al Regimiento de Formosa el 5 de octubre de 1975 se amplió el Teatro de Operaciones a todo el territorio nacional, y seis meses más tarde se produjo el Golpe de Estado que nuestra sociedad tanto se empeña en repudiar. De donde queda demostrado que el Golpe de Estado fue una respuesta de la sociedad frente al terrorismo subversivo, y no al revés como reza el relato. Los terroristas no luchaban contra la dictadura; la dictadura se instauró para combatir al terrorismo.

Cada uno podrá tener su opinión sobre la forma en que se libró la guerra, pero la guerra fue ordenada por un gobierno constitucional, fue inevitable, no fue buscada ni querida por las Fuerzas Armadas y, a su finalización, trajo a nuestro país un período de paz que ya lleva 40 años.

El acto de homenaje a las víctimas del terrorismo que organizó Victoria Villarruel hace unos días en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, en su carácter de candidata a vicepresidente de la Nación, volvió a poner abiertamente sobre el tapete el tema del reconocimiento de las víctimas del terrorismo en nuestro país. A punto tal de que el ideólogo de la política kirchnerista de Derechos Humanos, Horacio Verbitsky, no tuvo más remedio que decir: “no me parece mal que Victora Villarruel pida justicia para las víctimas de la guerrilla”. Si el “Perro” Verbitsky debió reconocer que hay víctimas como consecuencia del accionar terrorista, del que él fue parte, y la sociedad y los medios comienzan a desempolvar el tema con cierta timidez, no termino de entender la razón por la cual el Ejército se empeña en seguir borrando de su memoria a nuestros soldados caídos en la guerra contra el terrorismo, como si nunca hubieran existido, como si no merecieran nuestro homenaje y nuestro reconocimiento.

En la reciente celebración del Día de la Infantería, los muertos en esa guerra volvieron a ser ignorados.

Cuando uno jura a la Patria “seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder la vida”, más allá de formular un voto que exige la ofrenda de nuestro bien más preciado, lo menos que pretendemos como contrapartida es que, si algún día llega el momento de cumplir con ese juramento, la Patria, sus autoridades y nuestros herederos en la senda del servicio en el Ejército, nos lo reconozcan y nos honren.

Negarse, por convicción, temor, subordinación, complacencia, vergüenza o desinterés a honrar a los héroes que cayeron o fueron gravemente heridos en cumplimiento de ese juramento sagrado, roza peligrosamente con el riesgo de permitir que se confundan nuestros uniformes llenos de dorados y galones, símbolos de una tradición de glorias, de abnegación y de sacrificios, con ridículos oropeles.

CR (R) Jorge Tisi Baña

Publicado en La Prensa

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